Se trata de ti. En esa hora crepuscular cuando la
ciudad vieja se vacía del bullicio extraño de los que asisten a ella solo a
trabajar. Cuatro horas hace que cerraron los bancos. Los pequeños cafés tiran
la leche y el café que sobró del día laboral. No vale la pena abrir días de
semana en las noches, mucho menos un lunes como este. Al menos practican la
caridad, sonríes tus labios carmesíes dulce y tiernamente al ver cómo reparten
sobras de emparedados a los perros que a pesar de su sarna flagelan de alegría
la tristeza de su abandono. La fetidez de la leche y otros desperdicios agrios te
asoma al recuerdo de un vómito infantil cuando ibas a la primaria y algún alumno
le daba con vomitarse a mitad de clases. Recuerdas tus náuseas y olvidando la felicidad
pasajera de los canes aceleras el paso.
Las callejuelas están casi desiertas, excepto por los
bribones que allí se guardan en el preámbulo de la noche y sus vicios. Detectas
con tus sentidos refinados, el rastro sucio que los rincones acumulan en
hedores que obligan a taparse el rostro, o al menos la nariz. Mientras te proteges
el olfato caminas con cuidado de no caer entre las grietas que entre cada adoquín
con el trascurso de los últimos años se han magnificado. Sin olvidar cambiar el
calzado con toda la intención saliste del despacho con esos tacos puntiagudos
de charol que empiezan a resplandecer tornasoles al brillo tenue del sol y los
faroles que tímidamente van prendiendo.
En la esquina a tu derecha, si giras la cabeza, tan
solo unos grados, veras a Martín, lo esquivas y te propones con todas las ganas,
no voltear, pero está allí. Él te sigue con la mirada. Su capucha le cubre su
melena desgreñada y gris como a un antiguo monje extraído por una maquina del
tiempo desde el medioevo a esa esquina lúgubre de la ciudad. La peste a orín añejado
en harapos es tan fuerte que no puedes ignorar su presencia y entonces sin
saber cómo, has volteado y le miras, te mira, se miran. Ha colisionado su
mirada con la tuya. El instante es eterno, pero eso es lo de menos. Al igual
que ha sucedido previamente, tú sabes que ha pasado antes, siempre como todos
los días, su mirada es pesada y domina la tuya. Sientes deseos de huir
inmediatamente de su vista de toneladas de siglos que te despierta la
conciencia de que, en verdad, las miradas son distintas en cada ser humano,
pero la de Martín, es algo que no alcanzas a explicar. La sientes al nivel
físico de tus ojos. Es un misterio que te aturde. Sacudes la cabeza como si al hacerlo
te quitaras sus ojos de los tuyos que sientes poseídos. Deseas llegar a un
lavado a echarte agua en los ojos, a hurgar posibles heridas que te haya dejado
al estrellar desde la distancia de algunos seis metros su mirada contra la tuya.
Entonces piensas que es una exageración, que estás sugestionada y retomas
conciencia de tus pasos. Como si hubieras en aquel momento del choque visual
haberte quedado suspendida en tiempo en ese cruce de miradas, la tuya tan
liviana y la de él tan pesada que la sigues sintiendo mientras pisas ahora con
cierto furor los adoquines grises y tristes en aparente retorno a la marcha que
nunca interrumpiste. Martín te grita algo inentendible, inaudible quizás.
Levantas tu mano izquierda en ademán tan indescifrable como su grito y le dejas
atrás, contrariada. Te alejas.
No deseas ser así. Quisieras amar al prójimo en todas
sus manifestaciones. No sentirte asqueada por esa inmundicia humana, ese hedor,
esa fealdad. Recuerdas los mensajes de cada medio al llamado a la empatía, la
solidaridad, a todo el amor y la igualdad. Todo es teoría. En la práctica, nos
apestamos unos a otros en grados relativos. Mundo de mierda. Eso piensas, mientras
vas llegando con postura de dama fina a tu destino.
Deseas tener la valentía como una madre Teresa de abrazarlo,
darle de comer, limpiarlo. Piensas en tus piernas, tan torneadas y atractivas
bajo tu falda roja llamativa. Te preguntas por qué mirarte a los ojos, por qué
no dedicar aquella mirada extraña a tu curvilíneo cuerpo, a tus senos, tus caderas
anchas, tus piernas o hasta tu rostro como lo hacen todos. Martín el pordiosero
apestoso te acaba de joder la paz, según reflexionas llegando al edificio donde
te esperan.
Se trata de Torre Central, ese edificio único de
exclusivo acceso que no queda tan distante de tu oficina y por eso te gusta la pequeña
caminata para hacerle esperar, darte importancia y sentir que eres dueña al
menos de tus pasos en ese trayecto breve de ciudad. Sonríes al portero que te
abre la puerta. Te saluda quitándose el sombrero y te señala hacia el ascensor
donde te espera el botones para conducirte hacia la azotea donde se encuentra
el helipuerto. Suspiras. Te sientes vigilada por todas las cámaras de
seguridad. Los ojos de Martín sin embargo están contigo y tú estás en los suyos
que te envían imágenes. Las de su ropa raída, sus encías y dientes carcomidos
por las sustancias químicas que pretendieron ahogarle su vacío de vida. Hasta el botones lleva su aparato invisible
para demostrarle al jefe de que todo está en orden, que nadie se mete con su
chica y mucho menos ella con alguien que no sea él. Él quien es tu compañero sentimental,
pasional, tu hombre, arriba te espera en la nueva máquina para llevarte de
paseos y ver el atardecer desde helicóptero que aterrizará en la casa de playa
que comparten juntos. Te recibe con sus brazos tan abiertos como su sonrisa
plena de blancura de refinada ortodoncia. Le devuelves la tuya. Se abrazan y
sientes el glaciar de su alma congelar la tuya. Sabes bien que es un gran
influyente en la política, la cultura, la Universidad, las leyes. Está en todas
y está en ti. Controla desde su alcurnia la apariencia de ser un hombre de
buena familia, como dicen, aunque lave dinero, aunque quite y ponga jueces,
legisladores, aunque sea bajo su muy pendeja cara todo un jefe de la mafia puertorriqueña.
En la alcoba te desnudas, él se quita la ropa, se besan
rápido y sin más preámbulos ni otros ritos, fornican. Él te penetra a la vez
que Martín en la esquina de su callejuela se inyecta por vez última. Tu mirada poseída
olvida el sexo entre tus piernas y desanda la casa, la playa, el helicóptero, el
helipuerto, el ascensor, el edificio, los adoquines, llegas a la esquina,
lúgubre con Martín que lo abrazas. Mueres en su mirada.
Copyright © augusto poderes 22 de
febrero de 2021
Es un cuento que si no logra estremecer por lo menos logra inquietar por la intensidad de la mirada de Martín, que sin decir una sola palabra transmite en su mirada todo la miseria y el sufrimiento que lleva a cuestas.
ReplyDeleteMiradas hay miles, pero sólo unas pocas muy pocas, te pueden ver,leer y tocar el alma. Intenso relato.
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