Saturday, February 20, 2021

Josefina

 


Josefina

En las noches de luna llena en el viejo cementerio de Peñalosa sobre la copa de un almácigo, se posaba una vieja lechuza a ulular terribles risotadas al plenilunio. La carcajada era tan horrenda que hasta algunas ánimas de las recién llegadas se espantaban al extremo aún mayor de lo que fue su primer pánico al saberse fantasmas por vez primera. Los ojos de un brillo de un amarillo maligno giraban sobre cada sombra del inmenso árbol que la luna reflejaba sobre las moradas mortuorias de mármol y granito. Los ángeles en el silencio asfixiante de sus posturas de piedra parecían que le esquivaban mirando con pena las tumbas de las pobres almas que no despegaban. El pajarraco como si no le importara repetía su carcajada hasta que levantaba en misterioso revoloteo el vuelo y planeaba siniestramente sobre el cambo santo para hacer flotar su sombra en cruz de pájaro nocturno marcando y demarcando aquel territorio de almas sin tránsito.

A veces, retando al celoso guardián del cementerio, se posaba sobre una de las tumbas del más reluciente mármol para dejarle perturbadores rastros de un excremento amarillento como aquellos que siempre en los campos atribuyeron a las horribles brujas. No osaba sin embargo aquella caprichosa ave de la noche, posarse sobre la tumba o sus predios de la fantasma más quieta de todas las que allí con morían.   

Era Josefina Valdivieso que después que la enterraron allá para 1868, regresó de la luz que la había casi rescatado de este mundo, pero por un apego a los bancos que ella acostumbraba a sentarse, retornó sin haber encarnado a donde habían puesto sus restos mortales. Se trataba de una tumba que además de antigua, era muy particular, toda de mármol con una gran tarja que contaba su leyenda y justificaba el por qué al pie de esta le habían fabricado en granito una banqueta como recuerdo de lo que en vida fue su pasatiempo de anciana a la deriva en la vida. La lechuza la miraba y gritaba con mayor estridencia aquel chillido de otro mundo. Josefina quien en vida había aprendido a ser fantasma que nada le inmutaba, descontroló el quehacer de aquel pájaro que parecía tenía conciencia al estilo de los humanos de lo que hacía. Mas su intención podrida en aquel revuelo del pajarraco que cada noche de luna llena formaba para asustar a las ánimas y al mismo sepulturero, no le funcionaba. Josefina tenía la intención como fantasma, esperar hasta que enterraran hasta el último de los Portentos, pero ¿qué iba a saber Concho de Los Portentos?

            Josefina, como en vida, seguía sentada de fantasma en vilo y eso a Concho lo enloquecía. Sentía que la paz de aquella fantasma arrepentida de la luz que se la llevaría a la lejanía de los cielos, le perturbaba su alma aún encarnada y tan inyectada de ego que le hacían creer que él era el rey todopoderoso en el cementerio de ánimas y vivos. Entonces, ante aquella impasividad de fantasma aprendida en vida, entre Concho y el avechucho formaron una alianza implícita para enfrentar aquella quietud infinita de espectro en paz que ninguna otra ánima jamás había tenido. Reflexionaba en su febril mente, el enterrador del pueblo que aquella debía ser una santa que renunció al cielo, o a manera de anagrama, no era una santa sino el mismo satán que había decidido mudarse a Peñalosa y pasar allí en el campo entonces imposible santo, a joderle con su presencia las noches y peor aún a retarle en su megalomanía de tener poder sobre vivos y muertos. ¡Pues claro, Concho! Se decía. ¿A quién más sino al mismísimo satán se le podría ocurrir retarle en sus dominios? Precisamente, esa era su especialidad, retar al más poderoso, declararle el reino alterno. Ya lo había hecho con Dios y por eso lo expulsaron como bolsa de excremento. ¡Pero Concho, no te pongas vulgar en estas reflexiones profundas! Y se decidió a expulsar con espanto a Josefina u al diablo.    

Como abogados que se convierten en sus clientes, como se ha dicho por los filósofos que el mayor peligro es convertirse en el monstruo contra el cual se lucha, así una noche Concho el sepulturero comenzó a ser zombi, cocinando y comiendo, carne de las tumbas. De ello hubiera podido dar fe aquel melancólico que el sepulturero mantuvo por cierto tiempo como su prisionero en un panteón sin moradores, sin familia, vacío en absoluto olvido.

            Garcilaso, que era como nombró el mismo Concho a su secuestrado, se asomó por el nicho de aquel panteón que le servía de prisión y vio a su carcelero en cuclillas, cómo masticaba la carne de un muerto reciente que en una fogata frente al espectro de Josefina en su banqueta iba cada noche cocinando en partes.

Copyright © augustopoderes19 de febrero de 2021

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