Josefina
En las noches de luna llena en el viejo cementerio de Peñalosa
sobre la copa de un almácigo, se posaba una vieja lechuza a ulular terribles
risotadas al plenilunio. La carcajada era tan horrenda
que hasta algunas ánimas de las recién llegadas se espantaban al extremo aún mayor
de lo que fue su primer pánico al saberse fantasmas por vez primera. Los ojos
de un brillo de un amarillo maligno giraban sobre cada sombra del inmenso árbol
que la luna reflejaba sobre las moradas mortuorias de mármol y granito. Los ángeles
en el silencio asfixiante de sus posturas de piedra parecían que le esquivaban
mirando con pena las tumbas de las pobres almas que no despegaban. El pajarraco
como si no le importara repetía su carcajada hasta que levantaba en misterioso
revoloteo el vuelo y planeaba siniestramente sobre el cambo santo para hacer
flotar su sombra en cruz de pájaro nocturno marcando y demarcando aquel
territorio de almas sin tránsito.
A
veces, retando al celoso guardián del cementerio, se posaba sobre una de las
tumbas del más reluciente mármol para dejarle perturbadores rastros de un excremento
amarillento como aquellos que siempre en los campos atribuyeron a las horribles
brujas. No osaba sin embargo aquella caprichosa ave de la noche, posarse sobre
la tumba o sus predios de la fantasma más quieta de todas las que allí con
morían.
Era
Josefina Valdivieso que después que la enterraron allá para 1868, regresó de la
luz que la había casi rescatado de este mundo, pero por un apego a los bancos
que ella acostumbraba a sentarse, retornó sin haber encarnado a donde habían puesto
sus restos mortales. Se trataba de una tumba que además de antigua, era muy
particular, toda de mármol con una gran tarja que contaba su leyenda y
justificaba el por qué al pie de esta le habían fabricado en granito una banqueta
como recuerdo de lo que en vida fue su pasatiempo de anciana a la deriva en la
vida. La lechuza la miraba y gritaba con mayor estridencia aquel chillido de
otro mundo. Josefina quien en vida había aprendido a ser fantasma que nada le
inmutaba, descontroló el quehacer de aquel pájaro que parecía tenía conciencia
al estilo de los humanos de lo que hacía. Mas su intención podrida en aquel
revuelo del pajarraco que cada noche de luna llena formaba para asustar a las ánimas
y al mismo sepulturero, no le funcionaba. Josefina tenía la intención como
fantasma, esperar hasta que enterraran hasta el último de los Portentos, pero ¿qué
iba a saber Concho de Los Portentos?
Josefina, como en vida, seguía sentada de fantasma en
vilo y eso a Concho lo enloquecía. Sentía que la paz de aquella fantasma
arrepentida de la luz que se la llevaría a la lejanía de los cielos, le
perturbaba su alma aún encarnada y tan inyectada de ego que le hacían creer que
él era el rey todopoderoso en el cementerio de ánimas y vivos. Entonces, ante
aquella impasividad de fantasma aprendida en vida, entre Concho y el avechucho
formaron una alianza implícita para enfrentar aquella quietud infinita de espectro
en paz que ninguna otra ánima jamás había tenido. Reflexionaba en su febril
mente, el enterrador del pueblo que aquella debía ser una santa que renunció al
cielo, o a manera de anagrama, no era una santa sino el mismo satán que había decidido
mudarse a Peñalosa y pasar allí en el campo entonces imposible santo, a joderle
con su presencia las noches y peor aún a retarle en su megalomanía de tener
poder sobre vivos y muertos. ¡Pues claro, Concho! Se decía. ¿A quién más sino
al mismísimo satán se le podría ocurrir retarle en sus dominios? Precisamente,
esa era su especialidad, retar al más poderoso, declararle el reino alterno. Ya
lo había hecho con Dios y por eso lo expulsaron como bolsa de excremento. ¡Pero
Concho, no te pongas vulgar en estas reflexiones profundas! Y se decidió a
expulsar con espanto a Josefina u al diablo.
Como
abogados que se convierten en sus clientes, como se ha dicho por los filósofos que
el mayor peligro es convertirse en el monstruo contra el cual se lucha, así una
noche Concho el sepulturero comenzó a ser zombi, cocinando y comiendo, carne de
las tumbas. De ello hubiera podido dar fe aquel melancólico que el sepulturero
mantuvo por cierto tiempo como su prisionero en un panteón sin moradores, sin
familia, vacío en absoluto olvido.
Garcilaso,
que era como nombró el mismo Concho a su secuestrado, se asomó por el nicho de aquel
panteón que le servía de prisión y vio a su carcelero en cuclillas, cómo masticaba
la carne de un muerto reciente que en una fogata frente al espectro de Josefina
en su banqueta iba cada noche cocinando en partes.
Copyright © augustopoderes19 de febrero de 2021
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