Wednesday, February 24, 2021

Fatuos

  


Luego de los actos fúnebres de Don Cayetano De Los Santos Reynoso, que en paz descanse si puede, citaron a Plutarco Pérez para que declarara sobre un motín que se formó en dicha ocasión en el mismo cementerio. De los archivos, surge la siguiente declaración que libre, voluntariamente y a su manera redactó y juramentó el susodicho Plutarco: 

“Dice el dogma que son nueve días luego de consumadas las exequias fúnebres (coloquialmente después de que sepultan al muerto) que se observan los rezos para que el alma del difunto coja el mejor de los rumbos. La última vez que estuve en uno de estos ritos tan necesarios para la paz de los vivos más que de los muertos, les cerré la función como dirían en los tiempos de antes para las fiestas, literalmente como el rosario de la aurora. Es que no aguanto las hipocresías y allí dos terribles hipócritas me vinieron a extender la mano luego de haber sido los causantes de las penas últimas del difunto por quien rezábamos. En lugar de extenderle la mano les extendí dos buenos palmetazos y es por ello por lo que me habían proscrito de todas la funerarias y casas de rezos fúnebres. Sin embargo, cuando me enteré de la muerte de quien en vida fue Cayetano De Los Santos Reynoso, alias Tanito, pedí la indulgencia de su familia, la cual es de acomodo, para que me permitiera irle a rezar, velarle, comparecer a la misa de cuerpo presente y al consabido entierro que se llevaría a cabo en el panteón de lujo que a su vez es joya arquitectónica del cementerio con mayor señorío en toda la zona. Huelga decir que allí reposan los huesos de los Peñalosa fundadores del pueblo y de todos los ilustres, esos que siempre llaman indispensables, aunque se hayan largado aún a las pailas del mismísimo infierno. Precisamente, no era que me importara que me reinstauraran a los sitios proscritos, es que tenía una encomienda del difunto la noche que partió y me visitó en sueños suplicándome que le corroborara el estado de su gato.

Resulta que don Tano, que era como se le acortaba y se le apodaba de aquel nombre tan largo, me visitó en sueños y me reveló de su muerte. Muy preocupado ya en su estado de ánima me pedía que fuera a rezar por él, a participar en todos los ritos y responsos para asegurarse de que su visión al mundo de los difuntos no fuera nada más que pasajera, como son los limbos y los purgatorios.  A mí qué me importaba, si el tipo hasta un dinero me había estafado una vez que le rendí unos servicios, sin embargo, accedí a su pedido, pues es más fuerte la curiosidad que el mismo deber de ayudar a un alma en pena. 

Don Tano, pues ya de muerto no se les debe tratar a los difuntos con la confianza de un diminutivo como era el de Tanito, en el sueño me había dicho que quería corroborar si su gato lo habían quemado en una hornilla en esta orilla de la existencia tridimensional de las almas o era que le estaba esperando el gato del diablo al rojo vivo. Fue por eso que bajé al sótano de mi orgullo y me atreví a llamar a sus parientes, a la funeraria y a cuanto influyente en Peñalosa para que me permitieran asistir como dije (y me gusta cómo suena) a eso de las exequias funerales. 

Es todo un espectáculo cuando la gente se muere, más si tienen alguna que otra relevancia pública. Los don nadie, como los atorrantes de cierta alcurnia llaman al humilde, no se corren apuros post morten, se mueren, los velan, los entierran y al olvido en la rueda que nos muele y nos pisa a todos. ¡Ah, pero en cuanto aquellos con cierto renombre sea bien o mal ganado es distinta la cosa! Una de las primeras cosas más allá del trillado era tan bueno, lo declaran como un indispensable. Si era tan indispensable; ¿por qué demonios se murió para podrirse como se pudre toda la materia orgánica? Indispensable será en todo caso para los gusanos y todo ente en la cadena de descomposición en el ciclo de vida. ¿Pero no éramos todos iguales ante el Creador? ¿Aún más no éramos iguales ante la ley con la declaración Universal de Derechos, la revolución francesa, la americana y todas esas latas humanas de igualité liberté, fraternité? Pero no, los mismos que andan proclamando igualdades, auto declarándose paladines de los derechos humanos, abolicionistas de lo que esté en boga que haya que abolir, de repente ser tornan exclusivistas, elitistas, exclusioncitas, en fin. comemierdas de la peor calaña porque se han pasado la vida entera postulando todo lo contrario. 

Y allí estaba yo, Plutarco Pérez, Don Plutarco para un acto tan solemne vestido de traje negro, puro luto, con crespón vino tinto en la solapa, sombrero negro gafas negras y sonrisa de dientes pasmados ante tanta y cada dama que en vida había manoseado el difunto, ex pediatra de todos los nacidos en los últimos cincuenta años de aquel pueblo, amante de las esposas de sus amigos que le confiaban sus criaturas y diacono comulgador de los feligreses dogmáticos que cada domingo le escuchaban sus letanías y le recibían la comunión como si de verdad fuera un varón decente.  Mirando a su viuda, la pobre anciana que le había perdonado tanta cornada total para que se le fuera a lo último con la puta flaca que nos lleva a todos, le fui adelantando esos detalles a la concurrencia. Yo mismo, que me colé y declaré sin pudor alguno por qué el tal Tanito al morir lo esperaba dogmáticamente, como me lo reveló en sueños, un gato del infierno sobre una hornilla encendida al rojo vivo.”

Copyright © augustopoderes16 de enero de 2021Fu

Monday, February 22, 2021

Martín

 

Se trata de ti. En esa hora crepuscular cuando la ciudad vieja se vacía del bullicio extraño de los que asisten a ella solo a trabajar. Cuatro horas hace que cerraron los bancos. Los pequeños cafés tiran la leche y el café que sobró del día laboral. No vale la pena abrir días de semana en las noches, mucho menos un lunes como este. Al menos practican la caridad, sonríes tus labios carmesíes dulce y tiernamente al ver cómo reparten sobras de emparedados a los perros que a pesar de su sarna flagelan de alegría la tristeza de su abandono. La fetidez de la leche y otros desperdicios agrios te asoma al recuerdo de un vómito infantil cuando ibas a la primaria y algún alumno le daba con vomitarse a mitad de clases.  Recuerdas tus náuseas y olvidando la felicidad pasajera de los canes aceleras el paso.

Las callejuelas están casi desiertas, excepto por los bribones que allí se guardan en el preámbulo de la noche y sus vicios. Detectas con tus sentidos refinados, el rastro sucio que los rincones acumulan en hedores que obligan a taparse el rostro, o al menos la nariz. Mientras te proteges el olfato caminas con cuidado de no caer entre las grietas que entre cada adoquín con el trascurso de los últimos años se han magnificado. Sin olvidar cambiar el calzado con toda la intención saliste del despacho con esos tacos puntiagudos de charol que empiezan a resplandecer tornasoles al brillo tenue del sol y los faroles que tímidamente van prendiendo.

En la esquina a tu derecha, si giras la cabeza, tan solo unos grados, veras a Martín, lo esquivas y te propones con todas las ganas, no voltear, pero está allí. Él te sigue con la mirada. Su capucha le cubre su melena desgreñada y gris como a un antiguo monje extraído por una maquina del tiempo desde el medioevo a esa esquina lúgubre de la ciudad. La peste a orín añejado en harapos es tan fuerte que no puedes ignorar su presencia y entonces sin saber cómo, has volteado y le miras, te mira, se miran. Ha colisionado su mirada con la tuya. El instante es eterno, pero eso es lo de menos. Al igual que ha sucedido previamente, tú sabes que ha pasado antes, siempre como todos los días, su mirada es pesada y domina la tuya. Sientes deseos de huir inmediatamente de su vista de toneladas de siglos que te despierta la conciencia de que, en verdad, las miradas son distintas en cada ser humano, pero la de Martín, es algo que no alcanzas a explicar. La sientes al nivel físico de tus ojos. Es un misterio que te aturde. Sacudes la cabeza como si al hacerlo te quitaras sus ojos de los tuyos que sientes poseídos. Deseas llegar a un lavado a echarte agua en los ojos, a hurgar posibles heridas que te haya dejado al estrellar desde la distancia de algunos seis metros su mirada contra la tuya. Entonces piensas que es una exageración, que estás sugestionada y retomas conciencia de tus pasos. Como si hubieras en aquel momento del choque visual haberte quedado suspendida en tiempo en ese cruce de miradas, la tuya tan liviana y la de él tan pesada que la sigues sintiendo mientras pisas ahora con cierto furor los adoquines grises y tristes en aparente retorno a la marcha que nunca interrumpiste. Martín te grita algo inentendible, inaudible quizás. Levantas tu mano izquierda en ademán tan indescifrable como su grito y le dejas atrás, contrariada. Te alejas.

No deseas ser así. Quisieras amar al prójimo en todas sus manifestaciones. No sentirte asqueada por esa inmundicia humana, ese hedor, esa fealdad. Recuerdas los mensajes de cada medio al llamado a la empatía, la solidaridad, a todo el amor y la igualdad. Todo es teoría. En la práctica, nos apestamos unos a otros en grados relativos. Mundo de mierda. Eso piensas, mientras vas llegando con postura de dama fina a tu destino.

Deseas tener la valentía como una madre Teresa de abrazarlo, darle de comer, limpiarlo. Piensas en tus piernas, tan torneadas y atractivas bajo tu falda roja llamativa. Te preguntas por qué mirarte a los ojos, por qué no dedicar aquella mirada extraña a tu curvilíneo cuerpo, a tus senos, tus caderas anchas, tus piernas o hasta tu rostro como lo hacen todos. Martín el pordiosero apestoso te acaba de joder la paz, según reflexionas llegando al edificio donde te esperan.

Se trata de Torre Central, ese edificio único de exclusivo acceso que no queda tan distante de tu oficina y por eso te gusta la pequeña caminata para hacerle esperar, darte importancia y sentir que eres dueña al menos de tus pasos en ese trayecto breve de ciudad. Sonríes al portero que te abre la puerta. Te saluda quitándose el sombrero y te señala hacia el ascensor donde te espera el botones para conducirte hacia la azotea donde se encuentra el helipuerto. Suspiras. Te sientes vigilada por todas las cámaras de seguridad. Los ojos de Martín sin embargo están contigo y tú estás en los suyos que te envían imágenes. Las de su ropa raída, sus encías y dientes carcomidos por las sustancias químicas que pretendieron ahogarle su vacío de vida.  Hasta el botones lleva su aparato invisible para demostrarle al jefe de que todo está en orden, que nadie se mete con su chica y mucho menos ella con alguien que no sea él. Él quien es tu compañero sentimental, pasional, tu hombre, arriba te espera en la nueva máquina para llevarte de paseos y ver el atardecer desde helicóptero que aterrizará en la casa de playa que comparten juntos. Te recibe con sus brazos tan abiertos como su sonrisa plena de blancura de refinada ortodoncia. Le devuelves la tuya. Se abrazan y sientes el glaciar de su alma congelar la tuya. Sabes bien que es un gran influyente en la política, la cultura, la Universidad, las leyes. Está en todas y está en ti. Controla desde su alcurnia la apariencia de ser un hombre de buena familia, como dicen, aunque lave dinero, aunque quite y ponga jueces, legisladores, aunque sea bajo su muy pendeja cara todo un jefe de la mafia puertorriqueña.

En la alcoba te desnudas, él se quita la ropa, se besan rápido y sin más preámbulos ni otros ritos, fornican. Él te penetra a la vez que Martín en la esquina de su callejuela se inyecta por vez última. Tu mirada poseída olvida el sexo entre tus piernas y desanda la casa, la playa, el helicóptero, el helipuerto, el ascensor, el edificio, los adoquines, llegas a la esquina, lúgubre con Martín que lo abrazas. Mueres en su mirada.

Copyright © augusto poderes 22 de febrero de 2021

Brandi

 

Galletitas de Melancolía
Para leerse escuchando Samba Pa ti
https://youtu.be/_MpQ4XOO99E 

Era noche de luna. De esas bien llenas que alumbran con la misma brillantez que muchos días de nubarrones pesados, envidiarían. Mirando a través de la ventana de la alcoba vislumbraba las sombras de árboles que el viento mecía en silbidos de noche para tomarse aquel brandi obscuro que le era indispensable en aquellas noches. Todavía me puedo dar una copa más. Pensaba, mientras veía que la luz del baño del dormitorio seguía prendida y por debajo de la puerta fragancias de jabones finos envueltas en vapores de agua caliente cual neblina se filtraban impregnando con sus aromas el aposento.

Bajó las escaleras y en la sala de estar se sirvió en una taza cual, si fuera una bebida caliente, el remanente de la botella de Felipe II. A sorbos pensaba tantas cosas mezcladas en amalgama de tiempos, recuerdos de luces y sombras cómo iban cociéndose también entre su mente y su paladar al aroma del brandi y los perfumados vapores que impregnaban ya la casa.

Recordaba aquel sueño que le perseguía de toda la vida. La mujer piel canela en fuego, allí sentada a la frescura de un balcón y al chirreo de la madera antigua que al vaivén de la mecedora de caoba dura rechinaba ansiedades ocultas. Ella le sentía como un roce extraño del viento silbante de agujas de pino mientras aspiraba profundamente la fragancia inevitable del árbol que personificaba las ilusiones anheladas. Y en su sueño, él le enviaba caricias de sus manos entrelazadas al viento en aquella distancia. Ella sin darle importancia a nada seguía meciendo fantasías diversas hasta que se quedaba dormida y soñaba en el sueño que le soñaban.

Con brandi en taza que le disimulaba la naturaleza de la bebida, vio que ella bajaba las escaleras en sigilo por si acaso se había dormido no despertarle de sorpresa. Así acostumbraba en casos necesarios, regresarlo del marasmo a la vigilia lentamente con la única suavidad que siempre pudo ella tener. Vestía de camisón de seda blanca que se adhería a todos aquellos recuerdos de piel por él transitada a través de los años. Sonriendo la miró, pero ella no respondió a la sonrisa de su amado sino con una pregunta.

        ¿Qué es eso?  

        Estoy comiendo mis galletitas de melancolía con chocolate espeso. – Entonces ella se rio por tan creativa defensa.

         Sí, claro. No seas bobo.  – Y le señaló también, con dejo melancólico, hacia la escalera que daba a la alcoba. – ¿Quieres ir a la cama?

        A la cama. – Y caminó con ella hasta el aposento.

Entonces recostado ya en el lecho, se quedó mirándola.  Ella de espaldas a él que la observaba, flexionaba contornos sinuosos para despertarle más los deseos de siempre. Excitantemente provocadora, dejó caer la parte superior del camisón hasta la cintura donde era bloqueado por la multitud del contenido pélvico en remeneo rítmico de caderas y glúteos hasta quedar completamente desnuda.

        Ven. – Le dijo entre orden tímida y súplica mientras ella se giraba en cámara lenta dándole idea de como quería que pasara la noche entre ellos.

También él quería que fuera interminable y en complicidad como en los más remotos de sus recuerdos se fueron juntando a la vez que ella se dejaba deslizar sobre él que le extendía la mano suavemente para que descansara sobre su pecho y empezaba a llenarla de besos que le eran correspondidos con dulzura y lágrimas.

        ¿Por qué estás llorando otra vez?

        No te preocupes, me gusta.

        ¿Estás segura?

        Sí, de seguro han sido esas galletas de melancolía que comiste y aún te quedan en la boca.

        Sonrieron juntos e hicieron el amor como nunca, reprimiendo los deseos intensos e infinitos de concluir, guardándose como para el fin del mundo. Se perpetuaron en olas placenteras, hipnóticas trascendiendo sonidos, encendiendo luces, alumbrando la alcoba, estrellando lamentos, gemidos, quejidos en un constante aullido mutuo que espantarían ánimas transitando en aquellas horas. Pero siempre se llega, se alcanza se quiebra el cristal de los cristales inter dimensionales del placer y vienen los besos tiernos, las miradas del alma y el diálogo.  

        ¿Desde cuándo te dio con no aceptar las verdades absolutas e irremediables?  

        Desde que murió mi padre cuando tenía cinco años.  

Ella lo miró compasiva, nunca con pena, le sonrió, le dio un beso en la frente y se fue para siempre. Él entre llanto y suspiros se quedó dormido.

***

                 Él se cree que estoy viva. – Le dijo a la otra muerta, ya en su tumba.

        Y él está más muerto que nosotras que sabemos que lo estamos, pero él ni sabe si vive, si muere, si estás viva o estás muertaNo regreses más y quédate en tu tumba.

Entonces se volteó aquella otra ánima en su tumba y se puso a fornicar el recuerdo de otro vivo al sonido de una samba.

https://youtu.be/_MpQ4XOO99E

Copyright © augustopoderes13 de septiembre de 2020

Fósforo

  

                                                                Parte II de Brandi 

Fósforo

Cuando despertó, encontró que la almohada estaba humedecida del llanto que la noche de su amor fantasmal derramó hasta quedarse dormido. La angustia amarga y el dolor de la pena se entremezclaba aún con el sabor melancólico de aquellas galletas de higo que le potenciaron el espíritu etílico del brandy que había tomado antes de quedarse dormido y soñar que la tenía otra vez, como siempre, que le hacía el amor en aquel apego Inter dimensional que no soltaba. Entonces se levantó, serían entre las tres y cuatro de la madrugada. Miró por la ventana y volvió a ver aquel resplandor que le hechizaba, le hipnotizaba y le hacía perder el sentido de su existencia de vivo para creerse muerto, como los que estaban allá en el camposanto que desde su habitación en aquella casa desolada que habitaba se podía observar.

Lloviznaba y los faroles resplandecían su luz artificial reflejada en los charcos del pavimento y las losas de las tumbas incoloras, severas en su posteridad de lo que en su momento lo allí guardado brilló en luces multicolores. La madrugada, húmeda de tenues contrastes blanquecinos al resplandor del halógeno dejaba entrever como de las tumbas emergían halos. Eran como llamas bailarinas sobre estas, entre panteones y sobre el granito, estaba ella sola insinuándose en ondas de brisa sin prisa. Aspiró como un alivio de realidad, se sumergió en aquel llamado seductor de ultratumba y sin darse cuenta, estaba con ella, otra vez allí sentado sobre el epitafio. Ella le sonrió, otra vez con pena. Aquel acto de negación no la traería a la vida, no lo volvería a ser de él la esposa. Una vez se es viudo siempre se ha de serlo. Le quedaba vivir con aquella realidad y si ella no le visitaba a la casa, entonces él como aquella madrugada llegaba hasta su tumba y pretendía ignorar el hecho de la partida eterna, pero más aún, pretendía ser, él el muerto.

Cuando la visitaba al panteón, no hacían el amor como en la casa por respeto a las ánimas que en el cementerio estaban despiertas en los diferentes asuntos dejados pendientes en la vida física. Se ponían a filosofar, a hablar de los elementos, de las estrellas y terminaban mirándose a los ojos para verse en ellos como estrellas reducidas inmortales en sus elementos que entre el vivo y el fallecido persistían. Somos eternos, le dijo ella. Él la ignoró y siguió mirando galaxias más allá de las miradas, allende la noche y las estrellas que tintineaban tímidamente entre la niebla y las nubes de las lloviznas intermitentes.

–¿Sabes que soy más afrodisiaca que antes?

–Lo sé. – Le contestó y tragó grueso.

–No, en serio. – Él la miró con la más profunda de las melancolías y ella prosiguió.  Estamos compuestos de lo mismo que están compuestas esas estrellas que miras.

–Lo sé. Como dicen, estamos hechos de polvo de estrellas.

–Lo has dicho bien. Como dicen. Nunca pude con los que se adjudicaban como de ellos lo que se ha dicho por siempre. Poco puede decir el humano que no se haya dicho por nuestros más antiguos ancestros.

–Siempre fuiste humilde.

–Humilde, no. Fui realista y auténtica en la medida que mi conciencia me dio para ello. A veces me creía ser auténtica, pero realmente era inteligente a la vez que excesivamente ignorante. Además, leí a Unamuno y a los grandes.

–Pero no mostraste nunca arrogancia, ni soberbia.

–Tú me amabas tanto. ¿Cómo ibas a notarlo?

–Quizás, eso sentía, pero nunca supe protestarlo porque me seducías y yo me rendía.

–Tenemos un pacto. En el cementerio ni nos besamos.

–Es cierto. – Le dijo mientras retrocedía el paso avanzado.

–Pero quizás debamos hacer una excepción a la vez que un sacrificio.

Él la miró con ojos casi llorosos pues cuando de sacrificios se trataba sabía que era para cumplirlos a cabalidad y sin remedio. La condición por supuesto valdría la pena y por eso una taquicardia repentina le bombeaba aquellos lagrimones que intentaba reprimir ante ella.

–Llora.

Ya sin remedio el resto de la noche, la losa de la tumba permanecería salpicada por lágrimas viejas, abortadas en tantos otros tiempos, recicladas en almohadas, renacidas en recuerdos y melancolías para por fin soltarlas definitivamente de aquel ciclo ante ella que se iba pareciendo a la despedida que él se negaba a conceder.

–Volviendo al tema del polvo de estrellas, de nuestra composición química orgánica y en particular la virtud afrodisiaca que todavía ejerzo en ti. – Ante el ademán de una respuesta, ella llevó su índice a sus labios de fantasma para que él siguiera guardando silencio entre sus lágrimas y prosiguió. – Ya de todos los minerales de los que estamos compuestos lo que más abunda en esta fosa es el fósforo.

Al amanecer, el cementerio ardía en llamas.

Copyright © augustopoderes11 de enero de 2021

https://youtu.be/_MpQ4XOO99E?list=RDMM_MpQ4XOO99E


Concho

  


Al clarear del día, patrulleros de todos los contornos del pueblo, así como la unidad de bomberos llegaron ante las incesantes llamadas de la gente histérica que reportó haber visto todo el cementerio de Peñalosa, encendido en llamas. Con gran asombro todos se miraron entre sí cuestionándose qué rayos pudo haber pasado pues prácticamente todo el sector urbano había reportado haber visto un gran incendio y hasta escuchado los gritos que salían de entre las llamas. El jefe de la policía, el comandante Cipriano Ciruelas, era uno que desde la calle opuesta a la entrada al cementerio había visto el resplandor de las llamas. Sorprendentemente el camposanto estaba intacto por lo cual procuraron la presencia inmediata de la persona a cargo del lugar fúnebre.

–Allá viene. – Le dijo el sargento Severino Polaina al jefe que le urgía la presencia del cuidador del cementerio.

Concho Frías, con aliento a alcohol desde temprano, lo disimulaba con otro de los tufos que cargaba en su humanidad, aquel de formol que impregnaba su vestimenta severamente desliñada. A veces pensaba que era un embalsamado en vida. Pero no, todos sabemos que se trataba del enterrador del pueblo, del guarda del cementerio, del chófer de la carroza fúnebre y del remendador de situaciones y de lo que se le encargara por parte Don Cipriano Peñalosa que era el dueño de la mitad del pueblo y por supuesto de la funeraria y del cementerio, reducto último material de los que en vida se creyeron dueños de algo. Estaba dispuesto a todo, pero sin disposición ninguna por cuenta propia que no fuera generar ingresos para el sustento de su familia y su adicción al alcohol que era como podía sobrellevar aquella fetidez de cadáver que siempre le inundaba su existencia. Maltrecho con su cabello desgreñado, las patas de gallina alrededor de sus ojos marcándole profundidades prematuras al rostro de mediana edad, sin llegar a tomar café por la urgencia tuvo que empezar a contestar preguntas de la policía y los bomberos según mejor podía para su estado.

–Disculpe que lo haya hecho esperar. Tuve que llevar a mis hijas a la escuela.

–¿En el coche fúnebre?

–Pues claro. ¿En qué más? No sabe el bullicio y la alegría de toda la escuela cuando ellas llegan.

–Me imagino. Como en la televisión; ¿verdad? Pero, vamos a lo que vinimos.

–Pues yo vine porque me dijeron que usted me mandó a buscar.

–No se haga el gracioso que no estoy para chistes. ¿Qué sabe del fuego?

–¿Qué fuego?

–Se está haciendo o ignora del escandalo que formó la gente en el pueblo esta madrugada gritando que se le quemaban los muertos.

–Ah; esa era mi esposa gritándome esta mañana que se me quemaban los huevos que había puesto a freír.

–Otro chistecito y lo arresto por obstrucción a la justicia. ¡No sea charlatán!

–Está bien, está bien, pero como yo no veo que se haya quemado nada no sé por qué tanta alarma.

–Mire, la alarma es que no puede ser que todo un pueblo haya alucinado un fuego aquí en el cementerio y usted que prácticamente habita este lugar ni cuenta se haya dado y todavía bromea sin querer darse por enterado.  

–Si usted me da un segundo, rápido le traigo un libro que tengo en la carroza fúnebre que puede explicar el fenómeno.

Entonces regresando de la vieja limosina funeraria, en sus manos terrosas sostenía un libraco que fue abriendo según caminaba para ir a darle una cátedra presuntuosa al jefe policial para que no se confundiera con aquella apariencia suya pues el tipo tan inculto no lo era.

–Mira Cipriano…

–¡Joderse contigo! ¡Comandante! ¡Capitán! ¿Cuál es la confianza?

–Que te doblo la edad, te conozco desde la cuna y que enterré a tu madre…Pero no nos distraigamos. Mira estas imágenes. Son los fuegos fatuos.

El comandante haciéndose que sabía de lo que se trataba asumió de inmediato una postura aún más sobria y le dijo que era eso lo que se imaginaba había pasado. Concho lo miró con el reojo que observan los reptiles, sonrió y cerró el libro.

–Mire capitán, este cementerio es muy antiguo, con el paso del tiempo la acumulación de los minerales que por descomposición de los cadáveres ha aumentado a tal grado que contribuye a fenómenos que parecerían sobrenaturales, pero por el contrario es muy natural observarse el tipo de fenómeno que esta madrugada observó el pueblo.

–Parece que es tiempo de que se busque un nuevo lugar para un nuevo cementerio.

–Mejor digamos que los cementerios son innecesarios.

–¿Ah sí? ¿Y de qué usted va a vivir?

–¿Y quién le dijo que yo vivo con esta peste a muerto que cargo encima?

Sin esperar respuesta se fue al panteón donde había encerrado al melancólico que anoche profanó la tumba de ella.

Copyright © augustopoderes14 de enero de 2021

Tumbao

  




–¿Entonces te gusta profanar tumbas?

–Mhmhm

–¿Qué?

–Mhmhm

–Ya sé, estás amordazado y por supuesto que no te voy a desatar.

–frgrij.

–Bonito sonido. Me recuerdas al lagarto de la película que hablaba una lengua extraña entre resoplidos. ¿Enemigo mío se titulaba?

El aprehendido no deja de observarle con ojos extraviados en el terror suplicante de que lo suelte que no habrá de denunciarlo.

–Esa mirada de terror que tienes, la he visto tantas veces. Es mi mejor alimento, no necesito de tus palabras.

Golpeando con los zapatos enfangados el suelo donde yace amarrado desde la noche antes cuando fue sorprendido en la fantasía de su romance con su difunta esposa, gruñe nuevamente.

–No te exasperes. No puedo quitarte la mordaza, aunque quisiera.

Le mira con odio por primera vez, con ganas de asesinarle y lanza un gruñido sordo sin el efecto acústico deseado.

–La acústica aquí no es la mejor para que grites y me empeores el maldito tinitus que me está volviendo loco. Mucho menos para dejar que te escuchen. Eso es de mi exclusividad ahora. Soy tu audiencia y tú eres la mía. No tienes idea lo que es mi vida en este cementerio de mierda.

Le mira de momento reflexivo, con un dejo de compasión por el mugriento enterrador que era el orgullo del pueblo por mantener el camposanto pleno de cipreses y variada flora como un verdadero jardín del último reposo. Mantenía tumbas y panteones todas nítidas, pintadas del blanco brilloso que resplandecía hiriendo retinas en días soleados. Las gafas obscuras eran allí necesarias, más para protegerse del resplandor que para ocultar ojos lloros de dolientes en las despedidas de sus repentinamente tan queridos muertos.

–Mira, pelota de cabrón, después que yo me jodo manteniendo este cementerio al lugar de ser considerado el más hermoso del país; ¿tú vienes a profanarlo y enfangar tumbas?

Mirándole directamente a los ojos.

–Me importa un carajo que era tu difunta esposa la que estabas visitando.

La mirada cambia.

–Hablas muy bien con mirada o gestos o quizás ya he desarrollado la telepatía de tanto hablar con los muertos, muertas, muertes, muertis, o muertus… Qué se yo; porque ahora es esa la puñetera moda. Como si las calaveras que son todas iguales tuviéramos que diferenciarlas de los que fueran calaveros. ¿Cuándo has visto a una calavera que le cuelguen los cojones para diferenciarlas?

Cierra los ojos y se ríe casi sollozando.

–Búrlate; ¡hijoeputa! De seguro que eres de esa gente engreída, académicos, intelectuales, inútiles de aire acondicionado que les sobra tanto que se han puesto a joder en que hay que ser de una manera tan supuestamente inclusiva que el lenguaje que nos trajo a ver la luz de este día hay que modificarlo pues todo había sido una maldita construcción.

Con ademán de cabeza hacia los hombros le deja saber por donde se pasaba lo que acababa de escuchar.

–Díselo al que se está muriendo de hambre que no es lo mismo carne de pollo que de polla o de vaca que de buey. El hambriento poco o nada le importa si eran todas, todos, todes o lo que sea lo que había en la granja que nunca le llegó a su plato, aunque le sobró en la mesa del que discutía tanta sandez bizantina. Ahí te tiré otra palabra fina.

Una risa histérica se ha apoderado del tumbado que yace, amordazado y amarrado de pies y manos.   

–¡Construcción a mí! A mí que les construyo las últimas moradas para sus reductos mortales, yo también se usar palabras finas. ¡Pendejo!

Mirándole con cara de qué rayos te pasa a ti, canto de loco.

–No me mires así. Eso me molesta que insinúen siquiera que estoy loco.

Entonces, el prisionero de aquel panteón cierra los ojos y suspira.

–Ya vas comprendiendo. Vivo para los muertos, particularmente para los más adinerados o que fueron, esos son los que más taller me dan.

Entonces por su mente pasa la tumba de su difunta esposa que era una sencilla, sin lujos, ni siquiera nicho para adornarle con flores y/o estatuillas.

–Exactamente como lo estás pensando, miserable. Tanta nostalgia y tanta cursilería y ni siquiera te molestaste en costearle alguna tumba decente para su reposo postrero.

Una mirada hacia adentro le revuelca la culpa.

–Yo, sin embargo, le pintaba siempre que podía su tumba con la pintura que me sobraba de otros panteones. Le recogía flores de los tiestos ajenos y le hacía su propio ramo y venía y le hablaba y le escuchaba todos sus silencios de muerta abandonada.

Le mira sorprendido, impresionado.

–Por las noches, le veía flotar y vagar hacia tu residencia. Luego contagiada de tu melancolía regresaba a ponerse a hablar con su vecina. Sí, ya sabía de ti y de sus fugas. Sabía que un día, vendrías a buscarla.

Copyright © augustopoderes17 de enero de 2021


Saturday, February 20, 2021

Josefina

 


Josefina

En las noches de luna llena en el viejo cementerio de Peñalosa sobre la copa de un almácigo, se posaba una vieja lechuza a ulular terribles risotadas al plenilunio. La carcajada era tan horrenda que hasta algunas ánimas de las recién llegadas se espantaban al extremo aún mayor de lo que fue su primer pánico al saberse fantasmas por vez primera. Los ojos de un brillo de un amarillo maligno giraban sobre cada sombra del inmenso árbol que la luna reflejaba sobre las moradas mortuorias de mármol y granito. Los ángeles en el silencio asfixiante de sus posturas de piedra parecían que le esquivaban mirando con pena las tumbas de las pobres almas que no despegaban. El pajarraco como si no le importara repetía su carcajada hasta que levantaba en misterioso revoloteo el vuelo y planeaba siniestramente sobre el cambo santo para hacer flotar su sombra en cruz de pájaro nocturno marcando y demarcando aquel territorio de almas sin tránsito.

A veces, retando al celoso guardián del cementerio, se posaba sobre una de las tumbas del más reluciente mármol para dejarle perturbadores rastros de un excremento amarillento como aquellos que siempre en los campos atribuyeron a las horribles brujas. No osaba sin embargo aquella caprichosa ave de la noche, posarse sobre la tumba o sus predios de la fantasma más quieta de todas las que allí con morían.   

Era Josefina Valdivieso que después que la enterraron allá para 1868, regresó de la luz que la había casi rescatado de este mundo, pero por un apego a los bancos que ella acostumbraba a sentarse, retornó sin haber encarnado a donde habían puesto sus restos mortales. Se trataba de una tumba que además de antigua, era muy particular, toda de mármol con una gran tarja que contaba su leyenda y justificaba el por qué al pie de esta le habían fabricado en granito una banqueta como recuerdo de lo que en vida fue su pasatiempo de anciana a la deriva en la vida. La lechuza la miraba y gritaba con mayor estridencia aquel chillido de otro mundo. Josefina quien en vida había aprendido a ser fantasma que nada le inmutaba, descontroló el quehacer de aquel pájaro que parecía tenía conciencia al estilo de los humanos de lo que hacía. Mas su intención podrida en aquel revuelo del pajarraco que cada noche de luna llena formaba para asustar a las ánimas y al mismo sepulturero, no le funcionaba. Josefina tenía la intención como fantasma, esperar hasta que enterraran hasta el último de los Portentos, pero ¿qué iba a saber Concho de Los Portentos?

            Josefina, como en vida, seguía sentada de fantasma en vilo y eso a Concho lo enloquecía. Sentía que la paz de aquella fantasma arrepentida de la luz que se la llevaría a la lejanía de los cielos, le perturbaba su alma aún encarnada y tan inyectada de ego que le hacían creer que él era el rey todopoderoso en el cementerio de ánimas y vivos. Entonces, ante aquella impasividad de fantasma aprendida en vida, entre Concho y el avechucho formaron una alianza implícita para enfrentar aquella quietud infinita de espectro en paz que ninguna otra ánima jamás había tenido. Reflexionaba en su febril mente, el enterrador del pueblo que aquella debía ser una santa que renunció al cielo, o a manera de anagrama, no era una santa sino el mismo satán que había decidido mudarse a Peñalosa y pasar allí en el campo entonces imposible santo, a joderle con su presencia las noches y peor aún a retarle en su megalomanía de tener poder sobre vivos y muertos. ¡Pues claro, Concho! Se decía. ¿A quién más sino al mismísimo satán se le podría ocurrir retarle en sus dominios? Precisamente, esa era su especialidad, retar al más poderoso, declararle el reino alterno. Ya lo había hecho con Dios y por eso lo expulsaron como bolsa de excremento. ¡Pero Concho, no te pongas vulgar en estas reflexiones profundas! Y se decidió a expulsar con espanto a Josefina u al diablo.    

Como abogados que se convierten en sus clientes, como se ha dicho por los filósofos que el mayor peligro es convertirse en el monstruo contra el cual se lucha, así una noche Concho el sepulturero comenzó a ser zombi, cocinando y comiendo, carne de las tumbas. De ello hubiera podido dar fe aquel melancólico que el sepulturero mantuvo por cierto tiempo como su prisionero en un panteón sin moradores, sin familia, vacío en absoluto olvido.

            Garcilaso, que era como nombró el mismo Concho a su secuestrado, se asomó por el nicho de aquel panteón que le servía de prisión y vio a su carcelero en cuclillas, cómo masticaba la carne de un muerto reciente que en una fogata frente al espectro de Josefina en su banqueta iba cada noche cocinando en partes.

Copyright © augustopoderes19 de febrero de 2021