IV
Seni Ciento
Ciento y la madre
Expresión utilizada en España
Juancho, era de una familia de puros caimanes. Había un caimán turco que parecía árabe o un árabe que parecía turco quien en los tiempos de la quincallería se había asentado cerca de las aguas de la laguna y vivía entre los pobres que habían sido desplazados de los campos agrícolas. El asunto fue que se llamaba Seni Akin y por ahí ya se sabrá su verdadero origen de turco o de árabe. Un día llegó a la laguna cuando la misma, aún estaba bordeada de una fronda muy profusa y en la cual anidaba toda especie de aves y otras que sin ser aves al igual, eran ovíparas de proliferación masiva. También bajo aquella fronda promiscua, se deleitaban crustáceos y cada animal que no se decide entre vivir en el agua, el aire o en la tierra firme. Los más que abundaban eran aquellos que le dicen anfibios, pero quizás no son otra cosa que aprovechados de circunstancias que les impuso la naturaleza o el humano mismo y los muy pragmáticos juegan la existencia a las dos aguas y sus conveniencias hasta que un día o se les seca el lago o se les inunda la tierra y se cagan en la madre que los parió. Bueno, precisamente este relato tiene que ver con madres, comadres o madre, entre otras cosas. Resulta que Juancho, no era Juancho pues el nombre original en el tiempo se había de cierta manera empolvado con olvido y otras sustancias de la existencia. Les pasa a muchos que todos les conocemos por un nombre y un día cuando llegan las formalidades de morirse, comprar casa o casarse, sin quedar otro remedio, hay que sacar documentos viejos para descubrir entre otras sorpresas los verdaderos nombres y circunstancias. Suele suceder, más antes que ahora, que se utilizan otros métodos desde que se descubrió que la jodedera no necesariamente era para traer caimanes al mundo, que las familias eran muy numerosas y la de Juancho, no era la excepción sino uno de los ejemplos que más evidenciaban aquella tendencia original de la orden dada en el principio de creced y multiplicaos.
El padre caimán de Juancho, quien se llamaba Pancho, había tenido unas cuantas caimanas que le habían dejado buena prole, se marchaban por razón natural o artificial y con toda y prole traía el viejo Pancho, nueva caimana con la que seguía fielmente el rito de la recreación y procreación. Como eran tan numerosos, Pancho, tenía que ir a buscárselas más allá de los contornos de la laguna. Llegaba hasta los patios de los bares y los chinchorros buscando siempre mercancía que los humanos no fueran a utilizar y que resultaban ser las sorpresas agradables conque obsequiaba a sus caimancitas y caimancitos que tanto le motivaban. También de vez en cuando obsequiaba a la caimana Mana, su última pareja concubina y madrastra de las caimanas mayores que aún no se desprendían del clan. Mana era por mucho la madrastra demasiado joven para que las hijas mayores de Pancho, hubieran podido transar y aceptarla como figura que no compitiera con ellas que estaban ya de cola en popa. Ella, Mana, por ser tan joven y madrastra prematura, resultaba ser competencia para aquellas hijastras a las que no interesó agradarles nunca, en particular, a aquella de la cola más parada y presumida llamada Jacinta. Bautizada así por su padre cuando al nacer quedó de alguna manera huérfana y la nombró en honor a la flor más linda del pantano que por acá es el jacinto y no loto como en oriente. Así entre tantas orfandades, aquella nueva huérfana fue la pupila de verde-amarillento diamante del viejo caimán Pancho. Cuando este último llevó a Mana a vivir en la laguna, no hizo cálculo alguno entre edades, competencias y atracciones. Fue así que Mana, sin encomendarse a nada ni a nadie, decidió que para caimana cachonda, estaba ella y nadie más. De tal manera, la trama, el drama y la disputa con toda la intriga como en las novelas y algunos cuentos cortos, quedó trabada entre Mana la madrastra y Jacinta a quien le tenían por mote el de Peluca. Esta, se había ganado el sobrenombre, por la osadía que tuvo un día de ponerse sobre su testa anfibia, unas hilachas amarillas que encontró a la orillas de un bar. Se trataba de un enredo de pelusas o hilachas que caían concéntricamente a manera de un peinado en paje y de un color como el de la flor de calabaza. No se sabe si en verdad se la puso o se la enredó el destino en su testa pero al mirarse al espejo de la laguna le pareció buena la imagen transformada. ¡Qué mejor camuflaje para hacer de las suyas en y fuera del agua y qué preciosa se veía, si hasta parecía humana! Pensó. También divagó en la conveniencia de buscar alguna baya para pintarse el marco de sus fauces de rojo, pero desistió. Muy oronda, siguió camino de regreso a la laguna y al llegar, miles de ojos anfibios saltaron de las aguas y se hizo el caos. Todos permanecieron en la eternidad del silencio previo al trueno estrepitoso de la burla y la socarronería. No podían creer lo que sus ojos de reptiles atestiguaban. Jacinta no tenía nada de la flor que había inspirado su nombre y por el contrario, lucía como un verdadero vegetal de cáscara verde y dura, adornado por la moña que le hacía aquel particular juego con el amarillo de la peluca improvisada.
- ¡Cuidado! Una calabaza se acerca para atacarnos.
- ¡No es una calabaza, es un soldado en camuflaje!
- ¡Tampoco! Miren bien es una planta de maíz que viene a refrescarse para no estallar en palomitas!
- ¡Jacinta la rubia, Jacinta Peluca! – A coro todos le gritaban muertos en un charco de risa.
- Peluca, peluca, peluca…
Los anfibios que suelen ser o aparentar gran sobriedad y postura, supuestamente no soportan las ridiculeces; aquel día sin embargo, luego de la sorpresa mutua y los burlones comentarios, estallaron en risotadas que espantaron la laguna entera hasta que llegó la noche, plena de estrella, de grillos, coquíes, búhos y lágrimas verdaderas de cocodrilo hembra. Jacinta la rubia, Jacinta peluca, peluca, peluca retumbaba entre los sonidos nocturnales el recuerdo de aquel coro de todos que se burlaban muertos de la risa en un pantano de tinieblas. Peluca, peluca y se quedó con el apodo que la persiguió de Peluca.
Fue tan terrible el mal sabor que quedó en la pobre Jacinta, que ya no volvió a intentar ser peluda como lo son los mamíferos y guardó el resentimiento a tal grado que deseó un día, que cayera un meteorito y los destruyera a todos como había pasado con sus más antiguos ancestros los llamados dinosaurios. Pero como los deseos y las fatalidades no se cumplen excepto que las circunstancias naturales coincidan y para ello a veces tienen que pasar millones de años, Peluca se dedicó a ser la dulce cenicienta sufrida a los brazos de aquella madrastra que ni la tocaba con una vara y en su lugar le complacía cada capricho nada más que por aquello de joder y mantener a Pancho en buen agrado que cada noche la ensartaba como ensartan los buenos cocodrilos a sus hembras con el falo que la naturaleza les proveyó en estado perpetuo de erección. Así fue que en aquella guerra fría en la laguna que se iba convirtiendo día a día en pantano por los efectos de los humanos que continuaban su mudanza a su orilla, un día sin querer, el viejo turco que confundían con árabe dejó escapar en el torrente sus semillas que aprovecharon varias caimanas. No se sabe cómo ni cuándo pero las caimanas jóvenes y maduras de pronto comenzaron a anidar milagrosamente, no sabían que la fertilidad de aquel extraño las había tocado. Se juntaron también en el torrente, con las semillas de pancho y cada caimán que nadaba en el charco y entonces vino el caos y confusión antes de que hubiera aquel nuevo génesis que transformaría la vida de la laguna y consecuentemente la de la isla entera. Entre los huevos producidos en el torrente de las pasiones de Pancho y Mana, fueron tantos los huevos que empollaron, que ya no hubo muchos nombres para bautizar a aquel caimancito que por alguna razón extraña resultaba con rasgos lejanos a los ordinarios y cercanos a los del turco lacónico que sigilosamente un día como había llegado, se marchó sin que nadie supiera más de su rastro. –Menos caimanes, menos colmillos. – Dijo complaciente Pancho un día y por las dudas y en honor al turco aquel que era caimán del misterio y que llamó tanto la atención en la laguna, le nombraron como a aquel, sin apellido de caimán pero con nombre turco compuesto: Seni Akin, que si le tradujéramos literalmente quiere decir Tú Torrente o Tu Torrente en idioma de aquel forastero allegado al charco familiar. Antes de nacer el pichón de caimán, el huevo que lo guardaba en su gestación había sido marcado con una tinta por unos humanos que vinieron a hacer experimentos en la laguna, luego cuando nació, le recortaron elegantemente la cola para seguirle el trayecto. Nadie tenía al pequeño caimán como uno más sino que le veían como un advenedizo tocado y privilegiado por los humanos. Así que no le bastó, al pobre bastardo según le llamaría Mana, ser parecido al turco, sino que ya iba marcado y diferenciado, resultando ser un perfecto extraño entre los suyos, como aquel cuento del caimancito feo. Y mientras el chico caimán las jugaba al caimancito feo, Peluca que la hacía de cenicienta a los niveles psicológicos, le dio con añadirle un dicho que oyó de unos españoles un día que lo presentó a sus amistades caimanas de otra laguna.
–Ella es mi madrastra, les dijo. – Seni, se sintió incómodo y quizás acomplejado de tener una madre en menos valía y con título y rango desmejorado en madrastra. Su madre era a partir de su hermana Peluca, toda una madrastra como en aquellos cuentos donde precisamente las madrastras eran malvadas sustitutas de madres nobles y buenas que por razón misteriosa y nunca bien explicada desaparecían del panorama. Los padres aparentemente tenían una tendencia hacia las madrastras. A la larga, ella, Peluca, a quien no le faltaba nada siendo la hijastra, en virtud de la abundancia de caimancitos y caimancitas que le habían llegado de hermanos y hermanas, terminó presentando a Seni Akin.
– Y este, es mi hermano Seni.
– ¿Son muchos ustedes? –Le preguntó una caimancita insidiosa.
–Sí. Seni, ciento y la madre. Contestó Jacinta aludiendo al dicho español que recién había aprendido.
Y entre tanto enredo de nombre, de turcos, de trucos, pelucas, refranes y cuentos de hadas nos contó un día aquí, Juancho que por un tiempo se llamó ya no Seni Akin, sino Seni Ciento hasta que un día decidió ser él mismo, o por cosas de la vida apodarse como ahora, simplemente Juancho.
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