Friday, October 23, 2020

Agua

A casa de Zenaida, Peluca con un fuerte ataque de sinusitis de los que le hacía perder el olfato, fue un día y su vida cambió para siempre. El papá de Zenaida era ejecutivo de cementerio. Se le conocía por su apodo y apellido que eran Concho Frías. Pero como ejecutivo fúnebre en un pueblo pequeño y supersticioso no le alcanzaba para conseguir ayuda ni al mejor jornal. De este modo no le quedaba alternativa que ejecutar desde sepulturero, embalsamador, recepcionista y chofer fúnebre. Llegaba a su casa siempre con un fuerte hedor a muerto que lo perseguía a todas partes y por más que se bañara o perfumara aquel rastro odorífico de su oficio le seguía hasta la cama donde a su esposa no le quedaba remedio que satisfacerle en sus ansias mundanas que el pobre diablo no entendía debía ser a un compartir de cincuenta por ciento. La inundaba de aquel hedor mientras solo él se complacía como un cadáver putrefacto que había olvidado estrujarse en sus últimos deseos libidinosos.  

–¡Concho, perfúmate! – Le recriminaba su esposa que se llamaba María Elena De la Fosa Tirado y a quien tan solo llamaban y conocían como Mayita. Nunca nadie supo de donde le vino el apodo, distinto a Peluca que de verdad se llamaba Jacinta Colonia Rosa, pero por un incidente desafortunado que tuvo un día, se le apodó Peluca y así se quedó sin que se le llamara más por su nombre o por su mismo apellido Colonia. Así que para efectos de esta historia bástenos referirnos a ella como Peluca.

Respecto a Mayita, ésta se encontraba muy agobiada en un hastío que lindaba entre la resignación y la creatividad, porque a pesar de todo, su sepulturero esposo, cuyo nombre real sin mote era Pantaleón, muy rimado con eso de panteón era buena habichuela y había ya una prole muy pretenciosa que había que terminar de criar y echar hacia adelante. Con la aportación genética de Mayita aquella familia parecía muy blanca y sin tener la cultura suficiente para colarse entre la elite del pueblito, hacían todos los esfuerzos para lograrlo. Peluca, quien era hija de un agricultor de mediana producción con tierras que le permitían ser patrono y gallo de barrio entre las doñas y las doncellas, precisamente tenía lo que aquellos Frías De la Fosa no tenían, eso que llaman porte.

–Tienes que hacer algo con esa peste o no duermo más contigo. Si quieres me puedes coger cuando lo desees siempre y cuando me permitas pincharme la nariz con algo y durmamos en camas y cuartos separados.

–No creo. Tiene que haber un remedio. A nadie más le ha pasado en la funeraria.

–Pues claro. Eres el único empleado permanente. Nadie dura trabajando para esa funeraria más de dos semanas y tú llevas la vida entera.

–Dame una última oportunidad, creo que tengo el remedio.

–Seguro, me imagino como los demás que has traído de la funeraria.

–Este no fallará. Mi madrina me lo ha garantizado.

No sabemos a qué madrina se refería Pantaleón (Concho) Frías, pero a los dos días de regreso de su trabajo mortuorio, cargaba un galón asido a la oreja de cristal como los que se usan para guardar agua ardiente. El mismo estaba hasta el tope y de inmediato sospechó Mayita que fuera, en el mejor de los casos, un galón de querosén para la estufa del patio o como peor desdicha, lo impensable, ron silvestre de ese que llaman pitorro que enajenaría aún más a su ya alcoholizado esposo.

–Pues ni cosa ni la otra. Esta es agua que madrina me preparó para quitarnos la peste.

 –Para quitártela querrás decir. Aquí el único hediondo eres tú.

–Es una receta de madrina y me dice que la tenemos que tomar todos.

–Tú y tu madrina, hasta ahora no han pegado una.

–Toma, ponla en la nevera que nos la tenemos que tomar bien fría.

–Y dale con que nos la tenemos que tomar.

–Pues sí, porque así nos libraremos todos de la peste que yo cargo por mi trabajo y ustedes de tener que olerla.

A Mayita le pareció lógico y si le curaba el alcoholismo que por razón de aquella peste se había apoderado de Concho, pues mejor. Se mataban dos pájaros de un tiro. Llevó el galón de agua a la nevera y lo dejó allí enfriando para servirlo en la cena cuando todo el mundo estuviera en la casa.

Ese día fue que precisamente Peluca había ido a visitar a Zenaida que eran las mejores amigas desde la secundaria. Aprovechaba Zenaida y todos sus hermanos cada visita de Peluca, para que esta les ayudara con sus asignaturas pues resultaba ella ser una joven muy sobresaliente a nivel académico. Hecha las asignaciones de cada uno y la suya propia con Zenaida, llegaron a la mesa comedor que allí mismo había en la sala. Como siempre, estaban dispuestos una serie de vasos de velas que Concho traía de la funeraria y se prendían uno por cada persona en la morada.

–¿Y la vela de Peluca? – Preguntó Zenaida. Concho y Mayita se miraron y refunfuñando esta ultima se levantó y fue a buscar el sirio que la madrina le había indicado encendiera para cuando cenaran y tomaran del agua aquella.

–Aquí tienes, esta es la tuya. Es la que quedaba. No irás a protestar, es una vela para una prietita linda como tú. 

Efectivamente, no es que fuera para gente negra pero la vela que le tocó prender a Peluca fue un sirio negro. Peluca sintió un gran temor y algo en su interior le reclamaba que no la prendiera, que saliera de allí corriendo, pero no se atrevió contrariar.

–Préndela tú misma.

Y la prendió. Entonces todos se rieron unos con otros, cantaron y comenzaron a comer y a bajar aquel fricasé servido con arroz blanco y viandas, con el agua friísima del galón hasta que ya no quedó nada por beber o por comer. A la sazón todos a una vez levantaron la vista como si mientras hubiesen estado cenando se hubieran olvidado de la existencia de unos y otros. Quedaba en la atmósfera sobre la mesa el aroma de especies y vino típicos del guiso aquel de carnes y a la vez que se miraban entre todos, incluyendo a Peluca comenzaron a celebrar que ya no apestaba a muerto en la casa, ni en la mesa, ni en la ropa, ni en la persona de aquel sepulturero que capitaneaba allí el comedor. Miraron entonces con pena a Peluca y le dijeron que ya estaba de noche que mejor se fuera a su casa y no esperara a que ya no hubiera transporte. Peluca les sonrió y les dio las gracias.

–¡Se me quitó la sinusitis! ¡Puedo respirar, puedo oler! ¡Qué rico huele!

Entonces se fue a la parada de autobuses. Estaba por salir el último de esa noche. Iba feliz, pensando en la suerte de tener aquella amiga que se llamaba Zenaida. Le encantaba como en el autobús todas las luces prendían adentro sintiéndose como si viajara en el interior de una luciérnaga que la regresaba a casa. Sentada en la parte trasera, aprovechó para abrir un libro y leer. En casa de Zenaida ya se recogían, lavaban trastos y preparaban las respectivas camas.

–¿Entonces?

–No tenemos que dormir separados. Por fin tu madrina hizo lo que tenía que hacer.

–No fue culpa de ella. Tuvimos que esperar mucho por el muerto adecuado.

–Y bañarlo bien.

–Sí. Tenía que ser agua de muerto, pero no de cualquier muerto. No todos los días muere y nos llega a las manos el cuerpo de un apestado.

Sonrieron y yacieron juntos, sin protestas y el único Concho que se escuchó de la boca de Mayita era uno de sensualidad inaugurada, se estrenaba esa noche en gemidos y pasiones que el apestado dejó pendientes en vida.

En tanto, Peluca, llegaba a su casa y de entrada comenzó a sentir esos olores raros como cuando llueve en los cementerios y se lavan tanto las tumbas que el olor de huesos se levanta espeso en el aire.

Ya adentro de la morada paterna le olían todos, padre, madrastra hermanos y hermanas a muertos putrefactos.

augustopoderes Copyright © 2020

Wednesday, July 15, 2020

Don Sapo


Cada vez que veo al licenciado Gonzalo González González en una esquina de los pasillos del palacio de mármol de la justicia criolla, me arrimo lentamente para escuchar una de sus anécdotas difíciles de creer, pero divertidas. Mientras se encuentra en los predios de las cortes, es la persona más asequible, no así en el mundo ordinario en el cual todos vestimos a cuerpo de camisa (yo siempre, porque soy el conserje). Por eso cuando lo veo en su acostumbrada pose huraña de hombre amargado y solitario en las barras, ni me le acerco para no sentir el rechazo de su desaire por nunca enterarse ni importarle recordar quién rayos lo saluda.  Es como si tuviera otra personalidad y viviera en otro mundo paralelo al suyo de abogado que es de donde le conozco mejor.  Este que conozco del tribunal es tan distinto, muy dispuesto a la cháchara pasillera entre sus colegas que se develan historias y hasta secretos como si nadie más los escuchara.  Mas si algo tienen esas paredes frías de mármol pulido, son oídos y ojos que lo captan todo y cuando menos te lo imaginas el juez ante el cual llevas un caso, se ha enterado por obra y milagro a través de un colega de esos que son como moluscos sin espina, y que como lapas se adhieren camuflajeados a tales conversaciones.
Puse mi mano sobre la frente, por el irremediable asombro ante la fatalidad ingenua de nuestro amigo, Gonzalo (y digo nuestro) pues también ustedes, sé que le han ido tomando cierta afección. Así que me le acerco poco a poco para advertirle que, frente a aquella sala, la 613, no desbocara cerreramente y sin filtro como acostumbra en la más absoluta ingenuidad sus más recientes experiencias. Sin embargo, ya era muy tarde, se habían conglomerado a su alrededor unos tres de sus colegas que de tan obesos hacían cortina y me fue imposible susurrarle mientras pasaba el estropajo disimuladamente, de que tuviera cuidado con lo que iba a decir precisamente frente a aquella sala de un juez con nombre paradójico de poeta iluminado. Tal circunstancia era como para golpearme doble o triplemente en la frente. 
Tarde al fin para evitarle aquel nuevo naufragio a Gonzalo no me quedó remedio que escuchar el relato en el cual irremediablemente se había embarcado.   
–Pues ustedes saben que tengo un hermano gemelo que no se conforma con sus líos para él solito, sino que le encanta compartirlos conmigo. ¿Verdad Bombanes?
–Recuerdo que le regalaste un carro aquí en este mismo pasillo le entregaste la llave frente a mí. –Le confirmó el Lcdo. Bombanes quien era uno de los presentes.
–¡Exacto! ¿Y tú sabes lo que hizo ese cabrón?
–A ver. –Dijo goloso por la información el Lcdo. Alan Brito, que de todos era el menos de fiar por resbaloso, chismoso y congraciador con quien repartiera el bacalao de turno.
Inocentemente Gonzalo prosiguió y contó que su hermano, quien se encontraba en un serio aprieto de reclamo de una pensión por alimentos, le había pedio de favor, ya que no podía llevarle el caso, que le conectara con una colega que lo representara. Gonzalo entonces, por aquello de no escuchar más los ruegos de su hermano le habló de una abogada que constantemente le había estado pidiendo que la invitara a comer al Restaurante Trilli Peppers, muy famoso y en boga para aquellos tiempos.
Resulta que Gonzalo, por lo aburrido que le resultaba permanecer en su oficina, atendía la misma desde la barra de aquel restaurante mientras deleitaba gustos cerveceros entre platos al gusto del lejano suroeste americano.  Única forma que había tenido este aguzado de conocer las lejanías allende los mares pues nunca en su vida había cogido vuelo que no fuera para visitar las islitas municipales de Vieques y Culebra.
–Concerté la cita con la licenciada Marbello, aprovechando que tenemos que discutir un caso. Así le pediré el favor de que lleve el tuyo. – Le dio la buena nueva un día a su hermano.
–Métele mano, pa’que me salga de gratis. – Le contestó aquel bribón a Gonzalo.
–Sí claro, no es a ti que te van a dejar calvo mientras duermes.
El fraterno personaje, se echó a reír y se fue dejándole a su no tan agradecido hermano, la tarea de aquel favor.  Gonzalo buscaría entonces, la forma de sobrellevar aquella cita de negocios y socialización sin que le comprometiera mucho su presencia en Trilli Peppers con aquella colega que le había insistido tanto en el auto convite. No eran para menos sus precauciones y debido recato, ya que se sospechaba de las intenciones de cazarlo de su colega.  Peor aún, temía de los celos extremos de su compañera sentimental para aquellos tiempos que era la peluquera de las jóvenes de la zona.  Muchas de ellas por ser estudiantes universitarias, trabajaban turnos parciales en Trilli Peppers. Pero como era para Trilli Peppers que la licenciada Marbello quería que la invitara, decidió Gonzalo que sería lunes a las once de la mañana cuando abría el local al público y no era muy concurrido por ser comienzo de semana y tan temprano en el día. Calculaba que la reunión no duraría más de una hora y al mediodía cuando empezara a llegar más gente él fuera saliendo del local.
Llegó entonces el lunes no tan ansiado por Gonzalo y allí a la hora exacta como acordado se encontró con la distinguida colega, que es así como se llaman entre abogados sean o no distinguidos y sabe Dios qué cosas los pueda distinguir entre ellos.
–¡Gonzalo! Por fin me invitaste a Trilli Peppers. Estoy en el estacionamiento. –Le anunció ella a través de su móvil.
–Hola, hola. Entra estoy esperándote en una mesa que adelanté nos separaran para evitar el bullicio.
Efectivamente, Gonzalo la esperaba con expediente sobre la mesa para discutir el caso que tenían pendientes y de paso hablarle a ella del hermano y su precariedad económica. Ella quiso primero socializar antes de entrar en detalles del caso y cuando llegó la mesera con un rostro recriminador le pidió que le trajera una copa de vino blanco, que de comer no quería nada por el momento. Gonzalo se sorprendió y le siguió la corriente, pero ya sabemos que él no es tan fino como para pedir vino blanco a esa hora y en su lugar rogó suplicante de una sonrisa a la joven que les atendía, que le trajera una lagarta que era como le llamaba a veces a su cerveza favorita.
–Aquí no servimos lagartas.
–Me refiero a la cerveza de la botella verde, aquí saben que les digo lagartas.
–Ah, ok. ¿Algo más?
–Sí, una sopa de papa y una orden de alitas como aperitivo. – Le sonrió a la mesera quien no demudó su rostro de te estoy vigilando.
            La joven no tardó en regresar a la mesa en la que estaban reunidos aquellos dos jurisconsultos, (también se les puede tratar elegantemente a los abogados con tales adjetivos y hasta decirles letrados). Dispuso para cada cual lo ordenado y no dejó de escuchar de lo que conversaban abogada y abogado mientras ella les servía.
–Hablamos después del caso, guarda ese expediente. Cuéntame más de ti de esa firma curiosa en tus mociones.
Gonzalo esperó a que la mesera terminara de servir y expresara la consabida letanía del servicio y las disposiciones para lo que se les antojara. Muy agradecido Gonzalo le dijo que por ahora todo estaba bien y una vez se fue alejando aquella chica sin sonrisa, retornó al dialogo con la compañera abogada que es otro término que entre ellos (los abogados), utilizan llamándose compañeros y compañeras, aunque se odien a muerte.
–¿La g? Soy el triple G de las leyes. – Le contestó jocosamente a la colega.
¿Y cómo es eso? –Genero, Ganando y Gozando. – Y soltó su peculiar carcajada que siempre contenía entre diafragma, tráquea y dientes a piano explayado. 
–¡Ay, qué gracioso Gonzalo González! – Le ripostó ella con muy pocas ganas de reírse mientras buscaba enfocar su mirada en algún lugar que no fuera la figura de su interlocutor.
Habían hablado de todo y de cuanta cosa menos del caso que les ocupaba. Sin embargo, la licenciada quería seguir hablando, se puso emocional y hasta le contó de sus cuitas poniendo su mano sobre la de Gonzalo en el mismo momento que aquel ser tan serio se acercaba a preguntarles qué iban a ordenar. Apresurada la abogada volvió a pedir otra copa de vino blanco y Gonzalo prosiguió con sus lagartas que para él sería la cuarta. Nuevamente brindaron, mientras Gonzalo recordaba las palabras de su hermano y se reía en sus adentros porque miraba y miraba a la letrada que de frente tenía y no había manera que ella le inspirara. Pensó en aquellos dientes de su colega que mostraba al hablar y le parecieron afilados como los de una piraña.  Entonces una fantasía golondrina quizás por el efecto de la cerveza o su imaginación salvaje, le pareció que aquella señora podía producirle serias heridas que aquí no podemos comentar de aquella mente cochambrosa del amigo Gonzalo.  No obstante, este no se dejó arrastrar como ella pretendía al pantano de un tema que para Gonzalo fue siempre prohibido y ello era hablar de otras personas y más colegas que no estuvieran presentes. Pero ella insistió.
–Te digo Gonzalo, que ella es una creída, presumida... 
–No hablo de personas que no están presentes. 
–Pero yo sé que no te llevas con ella.
–Tú no sabes. Yo me llevo con todo el mundo. Allá cada cual, con su personalidad, que yo tengo la mía y se que no soy precisamente un billete de cien dólares.
–No te hagas. ¿Tú sabes que ella está saliendo con Checho el licenciado, el hermano de Chucho?
–¿En serio? De verdad que no me importa. Allá cada cual con su vida.
–Pero es casada…
–De verdad, no hablo de nadie a sus espaldas. Mejor vamos a trabajar el caso y discutamos las ofertas sobre la mesa.
Repentinamente, la licenciada Marbello se quedó en silencio y su mirada se perdió como si necesitara efectivamente sacarse algo de lo más profundo y Gonzalo se empezaba a sentir incómodo pues pensaba que quizás debió dejarla que prosiguiera con el chisme, quizás escucharla, que se sacara aquella espina que muchas personas se guardan de otras, pero sin atreverse a confrontarlas directamente.
–¿Estás bien? –Le inquirió Gonzalo mientras esta vez le pasaba su mano sobre la de ella para consolarla.  Mala pata que la mesera sigilosa como serpiente se acercara y con la sobriedad de rostro más absoluta le preguntara que si quería otra cerveza de esas que él llamaba lagartas. Turbado retiró la mano de la de su desconsolada colega y esta le dijo que regresaba con un vengo ahora para ir al baño. El vengo ahora terminó en un casi no me esperes sentado pues fue después de casi media hora, ya con el lugar abarrotado de clientes que regresó a la mesa.  Muy callada, se sentó, se notaba muy extraña.  De momento no decía nada de nada a pesar de haber estado tan parlanchina hasta queriendo decir cosas que no se dicen de otras damas.  Un poco preocupado Gonzalo la observaba en aquel rostro demudado, parecía que en el baño hubiera visto un espectro que la hubiera espantado.
–¿Estás bien?
–Ujum.
–Yo no te veo bien. ¿Dije algo impropio?
–Um Um.
Gonzalo estaba sorprendido ante aquella imagen de la compañera abogada que apenas media hora antes no paraba de hablar de su prójima abogada y de momento estaba muda, contestando las preguntas de Gonzalo onomatopéyicamente.  Incluso, le pareció ver en aquel rostro la imagen de un recuerdo que grabó en los cuentos que su madre, la de Gonzalo, le hacía de niño. Se trataba aquel cuento infantil que tanto le encantaba escuchar en su niñez de un sapo presumido que quiso colarse en una fiesta en el cielo donde cada animal que fuera debía tener dentadura. Don Sapo, que era como se llamaba aquel personaje infantil no tenía por supuesto dientes, pero como no quería perderse la fiesta se hizo unos de cera que, para su infortunio, lo primero que sirvieron en aquel agasajo celestial fue la sopa más caliente que usted se pueda imaginar.  Al primer buche de sopa hirviendo los dientes se derritieron al instante y el pobre sapo ya no se atrevió a abrir la boca para hablar. Gonzalo miraba aquella imagen y era como ver al sapo de su más feliz infancia cuando su madre le contaba y le contaba el cuento cada vez que el futuro abogado lo pedía. Y entre recuerdos de aquel sapo presumido, que estiraba sus labios para mantenerlos cerrados, así la compañera abogada de Gonzalo tenía aquellos labios finos estirados hasta casi colgar cada comisura sobre cada una de sus orejas.  Parecía como si estuviera manteniendo una sonrisa de un misterio petrificado en su rostro.  Los labios, increíblemente estirados de manera hermética como si sus dientes se hubieran derretido como le pasó al sapo, contestando las preguntas ya impertinentes del despistado abogado hasta que de súbito y para susto de madre del pobre Gonzalo expulsó a chorro la abogada por su boca el vómito más insólito que se recuerde después de aquel de la película del exorcista. Vaciada de la inmundicia que había caído al suelo se excusó la licenciada inmediatamente con un es que no había comido nada. Y era cierto allí no había comido nada, sólo se había tomado dos copas de vino, pero aquello de tener el estómago vacío a Gonzalo no le cuadraba. No habrá comido lechugas, se dijo, pero de que comió definitivamente comió y mucho, el tanque lo tenía lleno antes de llegar al restaurante según se evidenciaba en el piso.  Como dicen los abogados para impresionar, el debris de aquel accidente lo evidenciaba todo.  
            Todos en el pasillo reían a carcajadas con aquella historia inverosímil que Gonzalo no terminaba de contar.
–Hay más. – Dijo. Pero de inmediato llamaron a sala y allí tanto el alguacil como el juez se acababan de enterar de la historia contada y no ansiaba más aquel juez que llegar a su casa para reprender a su tan distinguida esposa, la licenciada Marbello, pero primero iba a disponer del caso de Gonzalo quien de momento se sentía como aquel sapo con sus dientes derritiéndosele mientras apretaba la boca por contar lo que no debía.
Llamado el caso, el juez malhumorado le ordenó a Gonzalo remover de su cabeza la gorra a la vez que los presentes estallaban en risa al ver al abogado, coquipelado según prometido por la peluquera que lo afeitó la noche de aquel mismo día cuando después de tantas lagartas, se quedó profundamente dormido.