A casa de Zenaida, Peluca con un fuerte ataque de
sinusitis de los que le hacía perder el olfato, fue un día y su vida cambió
para siempre. El papá de Zenaida era ejecutivo de cementerio. Se le conocía por
su apodo y apellido que eran Concho Frías. Pero como ejecutivo fúnebre en un
pueblo pequeño y supersticioso no le alcanzaba para conseguir ayuda ni al mejor
jornal. De este modo no le quedaba alternativa que ejecutar desde sepulturero,
embalsamador, recepcionista y chofer fúnebre. Llegaba a su casa siempre con un
fuerte hedor a muerto que lo perseguía a todas partes y por más que se bañara o
perfumara aquel rastro odorífico de su oficio le seguía hasta la cama donde a
su esposa no le quedaba remedio que satisfacerle en sus ansias mundanas que el
pobre diablo no entendía debía ser a un compartir de cincuenta por ciento. La
inundaba de aquel hedor mientras solo él se complacía como un cadáver
putrefacto que había olvidado estrujarse en sus últimos deseos libidinosos.
–¡Concho, perfúmate! – Le recriminaba su esposa que se
llamaba María Elena De la Fosa Tirado y a quien tan solo llamaban y conocían
como Mayita. Nunca nadie supo de donde le vino el apodo, distinto a Peluca que
de verdad se llamaba Jacinta Colonia Rosa, pero por un incidente desafortunado
que tuvo un día, se le apodó Peluca y así se quedó sin que se le llamara más
por su nombre o por su mismo apellido Colonia. Así que para efectos de esta
historia bástenos referirnos a ella como Peluca.
Respecto a Mayita, ésta se encontraba muy agobiada en
un hastío que lindaba entre la resignación y la creatividad, porque a pesar de
todo, su sepulturero esposo, cuyo nombre real sin mote era Pantaleón, muy
rimado con eso de panteón era buena habichuela y había ya una prole muy
pretenciosa que había que terminar de criar y echar hacia adelante. Con la
aportación genética de Mayita aquella familia parecía muy blanca y sin tener la
cultura suficiente para colarse entre la elite del pueblito, hacían todos los
esfuerzos para lograrlo. Peluca, quien era hija de un agricultor de mediana
producción con tierras que le permitían ser patrono y gallo de barrio entre las
doñas y las doncellas, precisamente tenía lo que aquellos Frías De la Fosa no tenían,
eso que llaman porte.
–Tienes que hacer algo con esa peste o no duermo más
contigo. Si quieres me puedes coger cuando lo desees siempre y cuando me
permitas pincharme la nariz con algo y durmamos en camas y cuartos separados.
–No creo. Tiene que haber un remedio. A nadie más le
ha pasado en la funeraria.
–Pues claro. Eres el único empleado permanente. Nadie
dura trabajando para esa funeraria más de dos semanas y tú llevas la vida
entera.
–Dame una última oportunidad, creo que tengo el
remedio.
–Seguro, me imagino como los demás que has traído de
la funeraria.
–Este no fallará. Mi madrina me lo ha garantizado.
No sabemos a qué madrina se refería Pantaleón (Concho)
Frías, pero a los dos días de regreso de su trabajo mortuorio, cargaba un galón
asido a la oreja de cristal como los que se usan para guardar agua ardiente. El
mismo estaba hasta el tope y de inmediato sospechó Mayita que fuera, en el
mejor de los casos, un galón de querosén para la estufa del patio o como peor
desdicha, lo impensable, ron silvestre de ese que llaman pitorro que enajenaría
aún más a su ya alcoholizado esposo.
–Pues ni cosa ni la otra. Esta es agua que madrina me
preparó para quitarnos la peste.
–Para
quitártela querrás decir. Aquí el único hediondo eres tú.
–Es una receta de madrina y me dice que la tenemos que
tomar todos.
–Tú y tu madrina, hasta ahora no han pegado una.
–Toma, ponla en la nevera que nos la tenemos que tomar
bien fría.
–Y dale con que nos la tenemos que tomar.
–Pues sí, porque así nos libraremos todos de la peste
que yo cargo por mi trabajo y ustedes de tener que olerla.
A Mayita le pareció lógico y si le curaba el
alcoholismo que por razón de aquella peste se había apoderado de Concho, pues
mejor. Se mataban dos pájaros de un tiro. Llevó el galón de agua a la nevera y
lo dejó allí enfriando para servirlo en la cena cuando todo el mundo estuviera
en la casa.
Ese día fue que precisamente Peluca había ido a
visitar a Zenaida que eran las mejores amigas desde la secundaria. Aprovechaba
Zenaida y todos sus hermanos cada visita de Peluca, para que esta les ayudara
con sus asignaturas pues resultaba ella ser una joven muy sobresaliente a nivel
académico. Hecha las asignaciones de cada uno y la suya propia con Zenaida,
llegaron a la mesa comedor que allí mismo había en la sala. Como siempre, estaban
dispuestos una serie de vasos de velas que Concho traía de la funeraria y se
prendían uno por cada persona en la morada.
–¿Y la vela de Peluca? – Preguntó Zenaida. Concho y
Mayita se miraron y refunfuñando esta ultima se levantó y fue a buscar el sirio
que la madrina le había indicado encendiera para cuando cenaran y tomaran del
agua aquella.
–Aquí tienes, esta es la tuya. Es la que quedaba. No
irás a protestar, es una vela para una prietita linda como tú.
Efectivamente, no es que fuera para gente negra pero
la vela que le tocó prender a Peluca fue un sirio negro. Peluca sintió un gran
temor y algo en su interior le reclamaba que no la prendiera, que saliera de
allí corriendo, pero no se atrevió contrariar.
–Préndela tú misma.
Y la prendió. Entonces todos se rieron unos con otros,
cantaron y comenzaron a comer y a bajar aquel fricasé servido con arroz blanco
y viandas, con el agua friísima del galón hasta que ya no quedó nada por beber
o por comer. A la sazón todos a una vez levantaron la vista como si mientras
hubiesen estado cenando se hubieran olvidado de la existencia de unos y otros.
Quedaba en la atmósfera sobre la mesa el aroma de especies y vino típicos del
guiso aquel de carnes y a la vez que se miraban entre todos, incluyendo a
Peluca comenzaron a celebrar que ya no apestaba a muerto en la casa, ni en la
mesa, ni en la ropa, ni en la persona de aquel sepulturero que capitaneaba allí
el comedor. Miraron entonces con pena a Peluca y le dijeron que ya estaba de
noche que mejor se fuera a su casa y no esperara a que ya no hubiera
transporte. Peluca les sonrió y les dio las gracias.
–¡Se me quitó la sinusitis! ¡Puedo respirar, puedo
oler! ¡Qué rico huele!
Entonces se fue a la parada de autobuses. Estaba por
salir el último de esa noche. Iba feliz, pensando en la suerte de tener aquella
amiga que se llamaba Zenaida. Le encantaba como en el autobús todas las luces
prendían adentro sintiéndose como si viajara en el interior de una luciérnaga
que la regresaba a casa. Sentada en la parte trasera, aprovechó para abrir un
libro y leer. En casa de Zenaida ya se recogían, lavaban trastos y preparaban
las respectivas camas.
–¿Entonces?
–No tenemos que dormir separados. Por fin tu madrina
hizo lo que tenía que hacer.
–No fue culpa de ella. Tuvimos que esperar mucho por
el muerto adecuado.
–Y bañarlo bien.
–Sí. Tenía que ser agua de muerto, pero no de
cualquier muerto. No todos los días muere y nos llega a las manos el cuerpo de
un apestado.
Sonrieron y yacieron juntos, sin protestas y el único
Concho que se escuchó de la boca de Mayita era uno de sensualidad inaugurada,
se estrenaba esa noche en gemidos y pasiones que el apestado dejó pendientes en
vida.
En tanto, Peluca, llegaba a su casa y de entrada
comenzó a sentir esos olores raros como cuando llueve en los cementerios y se
lavan tanto las tumbas que el olor de huesos se levanta espeso en el aire.
Ya adentro de la morada paterna le olían todos, padre,
madrastra hermanos y hermanas a muertos putrefactos.
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